Un cuento riojano para la Educación Sexual Integral.

           EL BUMBUM.


El muchachito vino corriendo. En el vaivén de sus cortas piernas inseguras, el cielo se agrandaba y achicaba por encima de la gloria ambarina de los racimos maduros. Se paró de pronto y el asombro entreabrió su boca y le hizo soltar la rama con que hostigaba a su poderoso corcel de escoba. Observó un largo rato, honda, minuciosamente. Vio la saya morada con ribetes amarrillos que cubría esa armazón de músculos enjutos que era Ramón. Vio la cara llena de muecas que no sabía si sonreír o seguir luchando con la tartamudez que frenaba las palabras. Sus ojos se detuvieron, absortos, en el bastidor que sostenían esas manos cortas y callosas y del cual colgaba, lacia, la funda llena de letras y de flores bordadas con colores estrepitosos.
“ Eso…”, ¿era Ramón…? El pelo hirsuto…esa húmeda mirada de bestia fiel, escondida tras las guiñadas y las muecas… Los anchos pies en las trajinadas alpargatas. Sí, era Ramón. ¿Pero…? Su desconcierto ser resolvió en clamores.


-         ¡Mamita…! ¡Tíaa! ¡Ramón se ha “volvido” mujer! Y el polvo recalentado del sol envolvió su carrera.
Ramón pudo hablar al fin. Siempre le ocurría así, se desenredaba su lengua cuando ya no la precisaba. Como una maldición más en su vida.
-         ¡Ni…ni…ñiiiño Luisito…cáaallese, niño Luisito!
A puñetazos su corazón lo obligó a dejar el bastidor del bordado. Se sentó en el suelo, sintiendo la satisfacción de ese estar con la tierra, el contacto más fiel que conociera. Calzó su espalda en el grueso tronco de la higuera, que, entre sus muchos frutos y sus pocas hojas pintaba en el suelo grandes lamparones y pequeñas guaicas titilantes del sol siestero. Siguió desde el suelo hasta las hojas las alucinantes franjas luminosas. Un bumbúm bochinchero entrelazó insensatos círculos, golpeándose una y otra vez las ramas. Entrecerrando los ojos siguió esos vuelos y los repetidos topetazos.
Sí, claro, él también en su vida había volado como ese bumbún. A los choques. Hasta nacer fue para él un golpe más.
Como que había tenido la audacia de nacer mujer, cuando su madre soltera y ya madura, esperaba un varón, porque así lo creía conveniente el amo de la casa, el prepotente y borracho hermano mayor.
-         ¡Tenís que tener un varón, pa`que te cuide a vos que sos sola y pa`que nos gane el puchero a los dos, cuando seamos viejos!
Y como su altanería no toleraba contradicciones, ni aún de la naturaleza resolvió nomás anotar como Ramón Chancalay a la niña recién nacida. La madre no se atrevió a tanto. Entre lágrimas la llevó a la vieja capilla del pueblo para que la “acristianaran” con el nombre de María.
¿Ramón? ¿María? ¿Qué era él? Círculos insensatos y golpes como el bumbúm. Asombro permanente de cuántos, como el chiquillo en es siesta entreveían su dilema.
La mancha morado de un higo le hizo alargar el brazo. Lo comió con cáscara, paladeando su áspera dulzura.
¡Sus primeros años! ¡Ásperos y dulcecitos también! Vestido igual que todos los changos de San Miguel, pueblito pegado como un pollito a la gallina, a la ciudad de Chilecito. Sí, así andaba con el tirador cruzado sujetando los pantalones a media pierna, con la pobre camisa entreabierta y el sombrero de alas bajas sobre el permanente inquirir de la mirada, taloneando el burro cargado de leña o de agua o de harina. Hondeando cachos y gorriones, tratando de aprovecha totalmente los magros riesgos, haciendo pelones o cuidando el fuego de la paila donde saltaba el dulce o burbujeaba el arrope. Y, siempre remachando, la taladrante voz del tío:
-         ¡No te quejís, sos hombre! ¿Los machos son juertes y no lloran!
A veces, la madre, su madre, amasada con sumisión y silencio, intercedía:
-         ¡Dejalo, es una  criatura!
A escondida, cuando el tío entre amigotes, vino y guitarras se iba de la casa, ella le enseñó a cocinar y a bordar ya rezar interminables novenas.
De don Eleuterio, que siempre los visitaba, aprendió el toque fundamental y rítmico del tambor de las procesiones y el aletear loco de la caja chayera. ¡Cómo le gustaba esa música! Más que sus manops era su propia sangre la ue golpeaba haciendo resonar, profundamente, todo su ser niño.
Borracho de luz el bumbúm ascendió y virando bruscamente golpeó contra el alto tapial que cerraba el patio, al frente de la higuera. Cayó y fue un punto más oscuro en la estrecha sombre que proyectaba la pared.
 Así cayó él, Ramón ante Linidor, su amigo. Y con ese golpe comenzó la pregunta quemante y cruel, en plena conciencia ya. ¿Qué era él? ¿Ramón? ¿María?
Fue en una lejana siesta, tan caliente como ésta. Primero lo empujó él y Linidor chapaleó, entre enojado y riente, en la frescura de la acequia. Chorreando agua salió y consiguió a su vez, zambullirlo. Eran dos chuschines gozando de esa agüita oscura de creciente, pero fresca como la de la tinaja del filtro. Luego fue necesario secar las ropas…Las pieles, desnudas, brillaron al sol.
Linidor se burlaba:- ¡Chinita! ¡Chinita! ¡Chinita! ¡Vos no sos hombre!
A golpe quiso demostrarle que sí era hombre, que siempre lo había sido, que por eso lo llamaban Ramón, le ponían pantalones y lo hacían ayudar a arar. Pero, lleno de moretones, se revolcó en la tierra vencido por el amigo.
Quiso explicarle. Entonces creció ese nudo horrible y negro, esa ampalagua que tironeaba su lengua, que convertía en un relampaguear de muecas su cara y que no lo dejaba hablar fácil, lindo, como los demás. Sin duda quedaba tan ridículo como el bumbúm, que ahora agitaba cómicamente sus patitas en el aire, esforzándose por enderezarse y poder levantar vuelo nuevamente. Él también forcejeó, desde entonces, por demostrar y demostrarse que era hombre, o que podía serlo, guapo y trabajador.
¿  Qué diría la gente del pueblo si de golpe, lo vieran con polleras? Se estremecía al imaginar las burlas que serían, sin duda, más crueles que los chicotazos con varas de sauce que en más de una ocasión probara. Además estaba él, a fuerza de rasurarse la limpia cara, consiguió que los ansiados pantalones largos lo encontraran con un bigotito incipiente que nada tenía que envidiar a los otros mozos del pueblo. Cantaba vidalas ahuecando la voz y golpeando la caja en las ruedas bolicheras. Enamoró a más de una niña, pero obligado a formalizar relaciones, siempre se alejaba quejoso del “portamiento” de la muchacha…Se rio blandamente al recordar esos, sus único chistes. Pero, lo que más lo enorgullecía era la fama que había ganado como hombre habilidoso. Sabía hacer de todo: levantar murallas, labrar una puerta, cultivar la tierra, construir una defensa…
Un día; el miedo y el rencor de tantos años estallaron contra la brutalidad creciente del tío. Ese energúmeno que había resuelto que él “tenía” que ser hombre. Fue un mes después de la muerte de su madre. Tartamudeando insultos reconoció sus cosas y, con sus propias manos, levantó su casa de dos piezas, pintadas coquetamente de rosa y celeste. Plantó frutales y flores, crio una “ulpishita”, dos zorzales y una reina mora. En la pieza principal, la de recibir visitas, colgó, como un blasón, el herrumbrado y pesado fusil de un antepasado montonero.
Todo parecía ir bien, como le parecería al bumbúm, que, habiendo conseguido darse vuelta, volaba ahora a pleno azul, haciéndose cada vez más chiquito. Pero a él le faltaba aún lo peor. ¿O lo mejor talvez? Nunca había podido definirlo.
Fue en la siestas de otro pueblo, a donde había acudido con su tambor y su fe ingenua. Pronto se hizo de amigos, Estaba alegre y ocurrente y, con el vino, hasta su tartamudez parecía curada.
Jamás supo cómo sucedió. Recordaba, sí, la rueda de amigos en el boliche y que él se había adormilado sobre  una mesa. Después, empujones, y un brazo fuerte que lo llevaba al patio de atrás, más allá del horno del pan y que lo volteó sobre lo que quedaba de una parva de pasto seco. El luchó, sí, Dios sabe hasta qué punto luchó, más, mucho más que en la pelea con Linidor. Pero ese aliento infecto de vino trasegado, esa boca enloquecida insultándolo, mordiéndolo, recorriendo su flaco cuerpo vencido. Sí, esa boca maldita y esas manos ásperas lastimando, poseyendo lo vedado, y ese sexo cruel hiriendo, quebrando…sí, todo eso pudo más que él. ¡Dios sabe cuánto luchó por liberarse!
Brutales risotadas se mesclaron a sus lamentos. Su feminidad amarrada tantos años, tomó su tremenda revancha en menos de una hora. El agudo dolor de su cuerpo y un no se qué extraño lo hizo gritar. Quedó solo al fin, pudo incorporarse. Se vistió, sacudió sus ropas y se internó en la negrura de esa noche, única en su vida.
Después, durante meses, ambuló solo hasta encontrar, en el cerro, un escondrijo seguro que llenó de provisiones. Allí, escondido, se asiló y como una bestezuela de los campos, supo del dolor y del miedo con el que se trae un hijo al mundo. También saboreó la ternura diferente y cálida que lo sofocaba, cuando, suavemente, apretaba contra si el moreno cuerpecito.
Ahora era María…¡ María con su niño! Lloró de felicidad y luego de angustia al sentir la sequedad de su pecho y ver peligrar la vida del hijo recién nacido. Tuvo que darlo a una mujer, una porteña, que casi no conocía, sin explicaciones, sin muecas, sin lágrimas, sintiendo sólo que algo, a dentro, era una caverna hueca y pesada.
No pudo ser más íntegramente Ramón, como antes. Hachaba y levantaba casas, pero seguía largamente con los ojos a todos los chicos del pueblo.
Se encerraba a bordar y, cuando nadie podía verlo, se ponía polleras, disimuladas bajo la forma de hábitos de los santos. Así tenía una disculpa a mano si alguien lo sorprendía, como Luisito en esa siesta.
Se levantó desperezándose pausadamente, como si se sacudiera el cansancio de toda su pobre vida. Rio para adentro al pensar que el bumbún lo había hecho volver a sus tiempos de changuito y de mozo. Y a sus eterno problema, ¿Ramón…? ¿María…? Ahora, con sus cincuenta años, siempre le ocurría así. Cualquier cosa lo llevaba atrás, lejos, a la raíz de su duda. El otro día fue una hora inclemente ardida de sol; antes una piedra arracada por la creciente; ahora, el bumbún…
Guardó cuidadosamente la funda que bordaba para la niña Filomena, en cuya casa servía desde varios años atrás y que le brindara, como nadie, comprensión y severo afecto. ¡Pícaro chiquillo que, con su albahaca, rompería la sorpresa que quería darle a la “niña”!
Se sacó el hábito de San Nicolás y comenzó a ponerse los gastados pantalones de trabajo. Los miró con cariño. ¡Estaba tan acostumbrado a ellos! Mientras luchaba por asegura la falseada hebilla pensó que, si hubiera sido la Pepa, la Esperanza o la Rosalía, y si hubiera tenido un tata y no a Don Remigio, su tío, talvez nunca se habría puesto esos pantalones y no hubiera conocido la amarga y a veces risible incertidumbre: ¿María?  ¿Ramón…?
Monótona pregunta retumbando siempre en su alma, como el zumbido y los tontos círculos de ese bumbún siestero.
Carmen Sacarías Agüero Vera

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