Escribidor



Intentaré, no caer en la insuficiencia, y a razón de sentido común, explicar el valor supremo de alfabetizarse, aunque a muchas poblaciones precarias, se les reste este derecho, por una voluntad muy ajena a su esencia, más bien por egolatrías políticas o salvajismo económico.
Cuando tenía aproximadamente ocho o nueve años, me gustaba escribir poesías. Eran monotemáticas, colmadas de faltas ortográficas, pero con una fuerte impronta sentimental. Me gustaba, escribir y luego romperlas. En un remoto tiempo, llegué a guardarlas en un cuaderno, que todavía debe andar por ahí con sus más de veinte años.

Un verano, de esos que a nuestro pueblo llega gente exótica.  Pues, encontrar a alguien con los cabellos color de sol en mi pueblo era más difícil que conseguir una sombra en verano 
Llegó una jovencita, bien blanca, rubia, delicada, porteña, con una claridad en sus ojos que emanaba una diáfana atracción. (Yo sé que ahora es menos raro, pero por aquellos tiempos, era único)
José, mi amigo, era uno de los únicos gringos del pueblo. Y era un gringo medio falso. El arrastre que tenía era singular. Él siempre tenía la suerte de no hacer esfuerzos con las muchachas para conseguirlas. Lo buscaban y él las elegía. Una especie de Narciso Riojano.
Distinto era mi caso, que entre la oscuridad de un tizón y las desproporciones de una confluencia rara de turco, aborigen y español, era como un duende estrambótico.
Cierto día José, me dijo que estaba muy preocupado. Quería impresionar a la porteña, pero no encontraba la manera y tenía mucho miedo de que no le cayese bien.
Le dije tengo una idea, ¿y si le escribimos cartas?
Él me dijo, “yo no sé escribir”. Era cierto, había abandonado la escuela en segundo grado. No sabía leer, ni escribir, absolutamente, nada.
Yo le dije que no se hiciera problema, que yo lo ayudaría.
Me puse a escribir. No recuerdo bien. Puse en ejercicio, mi naciente potencial poético. De seguro, lleno de cursilería. El impacto fue tanto, que la vocera de esa joven muchacha se presentó de inmediato, pidiendo hablar con José. Creo que fue su mejor conquista.
Le escribí, varias cartas. José, pobre, no podía garabatear ni su nombre. Recuerdo cuando estábamos jugando una final de fútbol del campeonato local, el más importante del pueblo; debía firmar en la lista de los jugadores, antes de comenzar; estaba delante de mí, me di cuenta porque temblaba, lo conocía mejor que a nadie, y le dije: “correte, me toca a mí” y le firmé por él.
Yo no entendía en ese entonces, el valor de haber encontrado la manera de conectar con el mundo. El analfabetismo, es no conectar con el otro, en sus fraternas claves. Ahora entiendo porque las limitaciones de José, no son nada comparadas con todos aquellos, que no encuentran los puentes para enlazar con los diferentes.
Y debo confesar, más aun, mi querido amigo José, después de tantos años, que aquellas cartas, no me costaban demasiado, pues yo me había enamorado antes, y más, de aquella porteña muchacha.

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