Las Serpientes de Abel

(El siguiente relato, fue inspirado por un hecho real que despertó mi voluntad de ajusticiar en la literatura la injusticia mundana.)
                                      "La Justicia es como las serpientes, sólo muerde a los que están descalzos" Eduardo Galeano


Era la mañana más común de todas las existentes hasta aquí. Miraba desde mi ventana como se asomaban las largas horas que pasarían sobre mi como un tropel de famélicos animalillos. Sin embargo el deseo de salir me inundaba hasta el hartazgo último. Y observaba el reloj obsesivamente acusándolo de mi hostil pesar.
Mucho no había por hacer en esa habitación cerrada, donde debía permanecer por una obligación más moral que legal. Y viéndome sin salidas, decidí aprovechar la exigua ventana que me comunicaba con la calle. Detallar, no es mi fuerte, pero aquella era la calle modesta en la que había nacido, criado, resistido y caído.
Tiendas por todos lados. Cuando el horario comercial comenzaba, se desbordaba de una multitud de personas “monedas”. Les llamaba así, por que todo parecía la escena de una cajita musical. Sólo que estaban dados cuerdas por dinero. Unos compraban atuendos baratos en lo de Elvira (Gente que trabaja bajo ciertos códigos de honestidad muy pocas veces vista). Otros desandaban por la despensa de don Abel sin rumbo cierto. Esperaba que comenzase el movimiento para contar en cuantas ocasiones Doña Marta cruzaría a comprar el pan o cuántas veces “Tronkito” pasaría por la verdulería hurtando sin que nadie se diese cuenta, la manzana que más a mano le quedaba.
Tantas veces he visto Abel, salir de su tienda con su ropa de carnicero a tirar los restos de carne a Gastón, el perro roñoso de la vecina que parece una radiografía animada.
Ahí estaba “Tronkito”, se aproximada algo alertado, mirando a su alrededor con pasos de malabarista, lentos, estudiados, pensados en cada uno de sus cometidos. Pareciese la cadencia de Vivaldi agigantándose. Esteban, el verdulero, se distrae unos segundos. Él pasa como el hálito de un pequeño, sin ser percibido, toma la fruta que antes Adán, en otra dimensión corrompió. La lleva consigo como un trofeo. Él es atleta de la ocasión más humana de la humanidad.

"Tronkito" carga con su hambre como un saco vacío que se llena de la verdulería de Don Esteban. Sin embargo, un altanero, de esos que nunca entienden nada, gritó:- ¡Un ladrón… un ladrón¡ y los insurgentes le cayeron como granizo sobre la inocencia de su cuerpo todavía incompleto. Nadie miró por sus ojos transparentes la miseria de su indigencia por la que luchaba cada día. Su cuerpo cayó como caen aquellas escafandras atropelladas por la ira de una tormenta egoísta.
¡Oh!, ahí está Abel, pronto a salir con su trozo de carne en la mano a saciar a Gastón. Faltan apenas unos pocos segundos y ya terminará esta rutina controlada por una mano invisible.
Luego, un vehículo extraño se detuvo en la esquina. Veo tres hombres salir de él. No alcanzan a ser hombres, son malhechores. Traen armas. Irrumpen en lo de Doña Elvira, toman su dinero con armas en mano. Elvira grita desaforadamente. Clama por ayuda. Abel hombre que caló la dignidad como un tatuaje en su alma, tomó el cuchillo con el que trabaja todos los días. Cual épica más real y andante sin Rocín, ni Babieca, encara la fortuna de su último destino.
Decide enfrentar a los malhechores. Ellos hacen unos disparos. Se acerca a uno de ellos y lo hiere. Se baten, pero la pólvora, le cruzó las sienes como un montón de piedras lanzadas de un precipicio y su cuerpo que segundos antes era suyo, se desplomó como la justicia de los argentinos.
Antes de tocar el suelo de su partida, dibujó en su cuerpo la señal de la cruz. Y se rindió como tendría que hacerlo cualquier caballero de esta nueva y cruenta vida.
Adiós Abel…nunca tierra más fértil beberá tu sangre derramada con la honra de la buena voluntad. Yo, creo que tendré que cerrar las persianas. Ya ha sido demasiado por hoy. Mañana será otro día u otro muerto el que ensucie el tablón teatral de estas calles shakesperianas

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