Juguetes Desterrados


Doña Teresa sintió que el naranjo se sacudía como un cascabel. De inmediato salió con su bastón dando estruendosos gritos que el barrio estaba acostumbrado a escuchar.
¡Indios del diablo!- resonaba en el la siesta terrible.

En eso que se levantó para correrlos, se le cayó un huevo sobre las lajas. Se resguardó del sol de siesta en la sombra del árbol y volvió a su sillón de caña.
Al cabo de unas horas, la anciana se durmió, mientras un puñado de moscas le hacía un rito circular.
Quirco, Sapo y Negro decidieron volver. El huevo casi frito sobre las lajas. Esta vez subieron al enorme algarrobo sin que la dueña se percatase de ello. Desde allí podían observar la casi  totalidad del vecindario.
- ¿Ya está?- Preguntó Sapo a Quirco. El niño solo veía de un ojo, al otro lo había perdido en la guerra de brevas.
- ¡Todavía no!- dijo Quirco.
Más abajo, Negro les pidió prisa.
-          ¡Listo!- exclamó Quirco.
Bajaron como reptiles y corrieron a la casa del doctor. Acababa de dejar la basura sobre el cesto. En el silencio infinito de la siesta, podía escucharse los talones descalzos dando martillazos acelerados sobre el suelo.
El doctor, salió a la vereda de su palacio y mientras los insultaba levantaba los restos. Pudo verlos en la distancia. Corrían y reían mientras portaban una bolsa de residuos.
Después de tanto andar, al pie de un álamo, decidieron estudiar su tesoro.
Entre cáscaras de papas y naranjas, entre el olor nauseabundo de restos de carne podrida fueron sacando,  sus juguetes minusválidos.
Negro, a quien le faltaba un brazo, y quien se había salvado milagrosamente de un golpe eléctrico, estaba feliz. Sapo le había dado del botiquín, un superhéroe; estaba completo no tenía un brazo y le faltaba la capa. La felicidad tiene muchas caras, pero nadie puede imaginarse adecuadamente la cara de Negro con su juguete en mano.
Sapo sacó de la bolsa una imitación exacta de un lujoso auto deportivo, sin ruedas. Si el autor no conociese a estos niños podría decir que Quirco dejó escapar una lágrima.
Sapo siguió buscando. Ya habían vaciado la bolsa. Sus amigos ya jugaban con los juguetes. Entre los desperdicios encontró un cuero vacío de un fútbol arrugado como pasa de uva.
Y en las polvorientas calles, Quirco, Sapo y Negro, corren, patean y en el cielo limpio de mi barrio de estrellas opacas, una vieja pelota vuela rellena de los calzones de doña Teresa, para despertar la alegría en tres rostros sucios de alma limpia y de bondad completa.
Sapo escucha a la vieja del naranjo a lo lejos como un eco, que suena y golpea sin suerte, que suena y golpea sin suerte  “mogólico…mogólico”.


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